miércoles, 18 de junio de 2008

El fantasma en la poesía. II

¿Me haces un favor? Cierra la ventana, si puedes… Los susurros de las sombras me distraen demasiado, como reverberancia de los pecados en el tiempo pasado. Ah, sí, mucho mejor sin duda. Hay veces que pienso que mi edad no corresponde a mi físico, tengo la resistencia de un abuelo desahuciado. Me pregunto si lo que te estoy relatando tiene algo que ver con ello. ¿Mande? Ah, sí, sí, perdona. Regresemos a nuestra narración.

Pues bien, te dejé aún dormida. Para mis adentros reí muy bajito, no quería ganarme una reprimenda si mamá se enteraba que me había escapado desde tan temprano. No es que no confiara en ti; eras aún demasiado cándida para entender las consecuencias de un comentario bien intencionado pero inoportuno que pudo haberme delatado. Crucé la sala a toda prisa. Era la primera vez que me sentía tan alerta por la culpabilidad, ni siquiera la vez que traje el gatito a casa a escondidas se comparó con esa ocasión. De puntillas aún, abrí la puerta con el mayor de los sigilos, dando la bienvenida al aire congelante que era el heraldo de nuestras madrugadas. Y de súbito recobré la calma, una valentía desconocida (si es que un niño de 7 años puede tener tal); me envolví aún más en la chamarra que papá me dio por la Navidad del año anterior, y salí a enfrentar mi curiosidad.

Al principio llevaba un paso calmadito, posando mis pies con cuidado sobre el rocoso suelo que nunca terminó de estar listo para el tránsito. Sin embargo, el recordatorio de que pronto se levantarían todos en casa me sacudió como un impulso, de modo que eché a correr tan rápido como me permitía el viento que soplaba en mi contra, teniendo el efecto de una cebolla en mis ojos. Llenaba el amanecer con mis jadeos desesperados, el trabajo en casa me dio forma física pero tenía que forzarme al límite de mi carrera si quería llegar a tiempo para evitarme más problemas. Corrí, vaya si lo hice; recuerdo muy bien el dolorcito que me empezó a dar en el costado derecho, las punzadas que no te dejan respirar, como si aprisionaran tus pulmones desde abajo. “Quiero llegar, quiero llegar, quiero llegar”: la frase que repetía sin cesar dentro de mi mente.

Al fin empecé a vislumbrar entre la niebla la inconfundible fachada en ruinas. Poco a poquito disminuí la velocidad, la cautela volvía a tomar el control. Por entre los árboles nudosos y tristemente calvos me abrí paso, esquivando una que otra rama y las raíces fugitivas que sobresalían del piso. Imagínate por un instante la escena, te juro parecía una película de las que solíamos ver abrazados frente a la vieja tele del cuarto de mamá; cuando hasta la sombra de nuestros cuerpos nos asustaba. Un paisaje inconfundible que auguraba solo desgracias. ¿Puedes ver la neblina gris obstruyendo los pequeños detalles? El olor de la hierba húmeda se confundía con los aromas a soledad de las plantas marchitas, un vaho dulzón de muerte prematura. Había en un rincón madera apilada, añejada hacía décadas; sin mayor uso que el de ocupar un espacio, tan solo tocarla podría haberla desmoronado. Sinceramente, lo que vi me produjo una desazón inmensa, no podía creer que alguien hubiera podido abandonar a tal grado la casa. Pero ya estaba ahí, con las pruebas frente a frente. De modo que suspiré levemente (con cierta reserva, no quería intoxicarme del aire presente), y aventuré mi diestra buscando la manija de la puerta.

lunes, 16 de junio de 2008

El fantasma en la poesía. I

¿Recuerdas aquella vieja casa que se encontraba en la colina tras la nuestra? Sí, en la que el Sol no podía siquiera besar a los niños, y ningún gorrión posaba sus patitas aunque fuera para descansar. La vieja, ruinosa vivienda, con aspecto de anciano desamparado. Cuando tú y yo éramos pequeños y no teníamos mayor preocupación que esperar a que el día asomara entre los ciruelos para volver a retozar entre la hierba. Pues bien, hoy estuve pensando en lo que me pediste todo este tiempo, que te contara qué sucedió cuando me aventuré a ir.

La verdad es que hasta yo pensé que estaba loco cuando decidí que visitaría ese lugar. Tú estuviste ahí todas las veces que los adultos nos previnieron: “aléjense de ahí, pequeños; todo mundo sabe que no debe acercarse ni siquiera a sus árboles, donde moran los duendecillos”. Y ¿sabes? No fue una apuesta infantil, de esas que quieren helarte hasta el coraje y que te acobardes para que los demás niños puedan llamarte “gallina” y cebarse en tu supuesta cobardía; no, esta vez no fue así. Cuando éramos apenas unos párvulos no calibrábamos bien las consecuencias de los más pequeños actos: hacíamos todo por el simple deseo, libres de la culpa que acompaña a la madurez.

Pues bien, decidí intentarlo. Sabes que siempre fui más curioso de lo que me conviene. Era Diciembre, uno de los meses más fácil de recordar: había pasado el tiempo de la cosecha hace unas semanas, los campesinos regateaban con los siempre injustos distribuidores el pago justo por su sudor; el sentido de fraternidad que suele acompañar las épocas navideñas comenzaba a adueñarse de todos, y los cristales que a nuestra ventana solían tocar se deshacían apenas regalarnos breves destellos bajo el pálido sol invernal. No sé si era 20 o 22, sólo recuerdo que faltaban pocos días para la Nochebuena. Esa mañana me levanté de la cama, febril e impaciente; algo habría soñado que me trajo ese día la determinación de enfrentar lo desconocido que moraba en aquella cabaña que todos creíamos vacía. Hasta la fecha, sigo insistiendo que yo sabía, de alguna manera, que todo cuanto nos decían era falso, que ni siquiera los mismos adultos se creían sus recomendaciones. Apenas levantarme, enfundé mis entumidos pies en los gruesos calcetines de lana; tú aún descansabas plácidamente en la cama contigua. Puedo invocar perfectamente la escena, con tanta claridad que una fotografía no podría ser más fiel.

La centella de tus ojos

Oculta bajo la cortina

De tus párpados caídos.

Los rizos desordenados,

La mañana colándose

Bajo los cielos claros.

Suspiras, tranquila

Ajena a la devoción

De mi inocente corazón.

Así es, te veías tan tierna, tan dulce y desprotegida, con los labios entreabiertos y tus manitas aferradas a la almohada, que tiempo después cuando tuve de nuevo esa visión decidí escribirle algo. Eso me recuerda que también me has preguntado en anteriores ocasiones cómo es que decidí tomar la pluma por vez primera. Pero bueno, cada historia a su tiempo. Te prometo que en esta noche disiparé tus dudas.

domingo, 15 de junio de 2008

Encuentro de noche

Ya era tarde cuando nos encontramos. Fue algo muy gracioso; recordarlo incluso es capaz de hacerme sonreír inconscientemente. No llevaba ninguna prisa, a pesar que la noche amenazaba con terminar y ceder el paso a la frescura del día naciente. Era un andar tranquilo el que llevaba en esa ocasión; era de esperarse, dado que el cansancio del trajín cotidiano ya hacía mella en mis músculos y en mi razón. Con los audífonos puestos, el mundo a mi alrededor no existía: éramos sólo yo, la madrugada, y la ciudad somnolienta que ponía atención a las notas que intentaba cantar. Como dije antes, ya eran horas avanzadas. La gente, refugiada en sus casas, hacía rato ya que había guardado el ruido debajo de las camas. Los autos parecían especie en extinción: apenas cada tanto podía observarse uno que, solitario, recorría las avenidas de la ciudad somnolienta que de refugio me sirve.

Ah, los milagros de la tecnología… Llevaba, sólo para mí, una selección musical egoísta; nadie más iba a escuchar los fragmentos de mi historia que algunos artistas habían hecho el favor de transformar en melodías. Y así, cada segundo, llevaba la compañía de mis recuerdos y de las voces que han gritado a mi oído antes. De modo que, abstraído como estaba en mi pequeño momento de nostalgia feliz, no me fijé en qué momento le tenía cerca.

Sólo me di cuenta cuando iba justo detrás de ella, observando su espalda cubierta por una chamarra de mezclilla azul índigo. Su estatura parecía bastante acorde con la mía. Era una silueta atrayente, cada curva en el lugar preciso. Podría haberle observado por horas, reparando en los detalles pequeñitos que le adornaban: desde el cabello ébano perfectamente cortado a la altura de sus hombros, hasta los jeans deslavados que enmarcaban sus muslos. Cuando notó mi presencia, me dio la impresión que le causé desconcierto. Quizá era una especie de perseguidor, aún cuando mis apreciaciones no pasaron de una sutil y cortés mirada. Procuré que mi vista se desviara a los escaparates, a la luz moribunda de las lámparas, a los murciélagos que huían de cada árbol. ¿Qué habría pensado de mí en esa primera ojeada, qué inquietudes asomaron a su pensamiento? Vaya, que a esas horas del día falleciente hasta un acosador podía resultar a sus ojos.

Por un instante apresuró su paso. No sé si en verdad daba la imagen de estarle acorralando. Ese era mi camino, después de todo, ¿por qué razón iba a desviarme? Cierto es que me resultaba un poco incómoda la situación, pero decidí seguir con mi desafinado canto y levantar los ojos para apreciar las nubes que se esforzaban en ocultar a Selene – ah, como el vapor de agua pudiera tapar la magnificencia de la plata. De vez en cuando, si un vidrio se cruzaba en el camino, daba un breve vistazo al reflejo que de él se desprendía. Veía el reflejo de la chica, impertérrita al parecer; con paso firme y apresurado, justo como el mío. Llegó un momento que ambos íbamos a la par. Es ahí cuando comenzó lo curioso.

No me rebasaba. Ni yo hacía ademán alguno por aumentar mi velocidad. Seguíamos el camino. Yo cantando, ella en el más profundo silencio. Había una distancia mediando, eso es más que verdad. Sin embargo, por breves instantes no pude evitar preguntarme si había algo no dicho entre ambos, tácito entendimiento o esfuerzo por el mismo. No sé si quise hablarle, o el impulso era compartido: tan sólo proseguí mis pasos en la noche, más callada que el silencio entre ambos. Supongo que, de haberme quitado los pequeños aparatitos de la música, hubiera quedado sordo de la quietud.

Llegamos a una avenida, desierta ya. A lo lejos podían observarse algunas lucecitas, pero eran pequeños insectos en la selva urbana, como recordándonos que al final no éramos sólo ella y yo, que el tránsito de la Luna no estaba vedado para los demás. Nunca cruzamos palabra, siquiera miradas. Íbamos caminando sin detener el paso por un solo instante, con cada canción de mis oídos profetizando situaciones. Creo que nunca dejé de cantarle, a ella, a nadie. Sigo preguntándome, mientras intento ordenar esto, si hubo algo. Ella no es nadie para mí. No hay sentimientos de por medio. Estoy seguro que lo mismo pasó de su lado. Pero es grande la curiosidad, el “qué hubiera pasado si”. ¿Si hubiera detenido mi marcha y musitado un “buenas noches”?

Cruzamos el amplio asfalto que se abría frente a nosotros. Juntos, relativamente; a menos de un metro uno del otro, la distancia justa para poder estirar la mano y acoger la del compañero, caminando así con una guía segura que, si bien no lleva a ninguna parte, al menos provee la certidumbre de no estar solo por estos senderos de nocturnas aventuras. Y por la calle semivacía – porque al final encontramos otros como nosotros, abstraídos en sus realidades – recorrimos el tiempo que, a la par del viento helado, heraldo del alba, lanzaba insinuaciones a la vida. Faltaba poco para el destino; qué curioso que siempre llega cuando menos tiene que alcanzarnos. Por el rabillo del ojo le observé, tan calma, tan serena. Era la misma, con el cabello hablándome de un corte reciente, y la determinación desafiando la luz argéntea.

Al dar vuelta a la esquina que conduce a mi morada, le vi seguir derecho, sin detenerse un instante, sin un “adiós” que pudiera haberme infundido esperanzas de haber hecho lo incorrecto al guardar mis frases de ocasión junto con mis recuerdos. Giré la cabeza repetidas veces, escudriñando las sombras que se empeñaban en tragar su perfil, pero no leí la más mínima seña. Seguí entonces caminando hasta mi casa: no encontré más refugios a mis dudas.

Pasa que esta es una anécdota inconclusa que, desgraciadamente, no ha de encontrar final. Para poder terminarla hacen falta dos personas en específico, no hay sustituto para ninguno de los personajes. Aún cuando las razones abunden en demasía para explicar el por qué no tiene sentido intentan explicar la historia que hace algunas lunas me sucedió, porfiaré con las memorias hasta que pueda tomar la pluma de nueva cuenta y darle un desenlace magistral a la narración que empecé.

P.D. A ti que nunca más llegaste: Después que tuve que aceptar la derrota frente a la inmutable eternidad, hube de darle un toque último a nuestra crónica. Esta última nota lo da. Quiero decirte que nunca serás, jamás estarás, no te veré llegar a mi lado una vez más por la carretera. De modo que te digo adiós sin haberte dicho “hola” antes, en ninguna ocasión.

viernes, 13 de junio de 2008

El despertar de las historias.

Domingo a media tarde. Con las voces de un sueño reciente en la cabeza, iba caminando por la acera vacía, en aquella ciudad que nunca existió. Era un día sereno: el viento jugaba con los árboles y se perdía con las nubes caprichosas; la vida proseguía con inexorable placidez; algunos rayos de Sol tardíos llevaban el agradable calor del verano a las almas. No había gente a la vista. Era la única persona para su propia realidad. ¿Qué más podía pedir sino la tranquilidad de un paseo vespertino?

Sin embargo, el sueño no dejaba su mente. Sólo era consciente de que había soñado, sí, pero ¿qué era la escena que no podía reproducir, mas conocía a la perfección? Vagas reminiscencias del pasado... O del futuro... O simples coincidencias del cansancio con los mundos oníricos de la sinrazón. La ventana de su alma se empeñaba en permanecer abierta, en esos raros instantes en que vivir se confunde con el subconsciente, y no puedes tocar tu alrededor, sientes que todo cuanto te rodea es etéreo y se esfumará al menor contacto. Y la pregunta rondaba su confusión: “¿Qué es eso que no puedo olvidar?”.

Proseguía su marcha con los ojos cerrados, absorta en sus cavilaciones. Y la brisa tenía un suave olor a fruta madura, a recuerdos y alegrías olvidadas; cada paso le llevaba a su destino sin saberlo. La caricia del ambiente le confortaba, más de lo que cualquier abrazo humano hubiera podido; cada suspiro del firmamento llegaba a sus oídos de forma tan sutil que sólo les conocía por la sensación provocada. En la suprema quietud de la abstracción. ¿Era eso alegría? Una pregunta más que no podía responderse. La fragancia del aire le guiaba; nadie más podía haberle indicado qué camino tomar, sólo el cálido flujo que rondaba por sus pulmones. Los ojos cerrados, y no más realidad. Un andar ciego, mas certero: el caminar seguro de quien se siente dueño de sí mismo.

Abrió los ojos, sin saber qué es lo que iba a encontrarse. Y los matices cobraron vida. Cada color se dibujaba en el horizonte, como si un arcoiris pudiera desvanecerse y perderse en trozos por el aire. Había en sus ojos un vaho lechoso que entre los rayos de luz dibujaba melancolías; también encontró en su mirada espacio para los seductores tonos rojizos y naranjas de la muerte del Sol. La suave acústica de un silbido callado, casi un susurro, le contaba las historias olvidadas de la belleza. Una horda de trovadores le cantaba al oído, llevando las olvidadas glorias de otros tantos héroes que en feroz lid dieron su vida por la mano de su dama. Y entre la magnífica sinfonía que empezaba a nacer del volcán de su imaginación, el sueño le rogaba que intentara descifrarle, volvió con más intensidad a su memoria.

Era un sueño calladito, pequeño y frágil. Con timidez carraspeó, solicitando la atención de la joven; se le veía tan tierno, intentando con pequeños resoplidos enhebrar las palabras. Empezó a narrar sus leyendas al oído de la chica, ahuyentando viejos temores de abandono; de ésos que una vez que aplican su mordida al alma no dejan de robar el consuelo. Una princesa de renombrada belleza, encerrada en un castillo de alabastro; fieros dragones decadentes con la magia de los eones brotando de sus enfurecidas fauces; quizá un libro repleto de arcanas palabras, olvidado tiempo atrás para evitar la completa destrucción. Y la fantasía reemplazaba lentamente al entorno, a medida que iba escuchando, cada vez más reales, las sombras de su pensamiento.

Mientras el mundo se corrompía por alguna extraña enfermedad nacida de sus mismas entrañas, un príncipe montado en níveo corcel luchaba por encontrar un arma sagrada que habría de retornar la paz a su reino en destrucción, y las máquinas devoraban la urbanidad de las ciudades, al tiempo que elfos, hadas y ogros convivían con singular respeto. Ese había sido su sueño, no cabía duda. Y éste se aproximaba cada vez más a su corazón, hablándole con la ternura desconocida de la poesía inconclusa. Las historias brotaban de sí, cada palabra le llevaba un consuelo hasta entonces desconocido.

Cerró una vez más los ojos, y pudo ver cuanto su alma escuchaba.

Y he aquí que los colores se volvieron parte de ella, se introdujeron por debajo de su piel insuflándole una vida nueva de múltiples tonalidades; y una suave melodía brotó del aroma de media tarde, tornando el paseo vespertino en un viaje con destino a la introspección, escuchando por fin todas las voces que dormidas habitaban dentro del mausoleo de su vigilia. Gracias al sueño que no se detuvo, que con sutiles invitaciones siguió insistiendo en abrazarle.

Llegó a casa, apenas dándose cuenta hasta que casi tropieza con la puerta. Entró sin mayor ceremonia, apenas deteniéndose para colgar las viejas llaves en un clavo que su pared tenía; y, dirigiéndose sin demora al viejo escritorio de la esquina, dejado de la mano del tiempo, tomó asiento frente a él, y comenzó a escribir.

miércoles, 11 de junio de 2008

...And?

Voy para el fondo...
Y me vale madres. (:
Seh, es raro en mí. Pero así me siento ahorita. Carefree.
Creo que no hago ni la mitad de lo que solía hacer y ser en otros tiempos.
No creo, no ayudo, no mejoro.
¿Por qué no me importa?

No lo sé. Pero bueh.

Soy una mala influencia, un irresponsable completo. And?
Ojalá me tragase la tierra y ya. Que nadie más se preocupe. ^^

lunes, 9 de junio de 2008

Limitaciones

No poder traspasar más allá de la distancia.
No poder mirar más allá del horizonte.
No poder hacer oír tu voz entre la multitud sin sueños.
No poder escuchar los lamentos de quienes están lejos.
No poder dar un abrazo a quien alguna vez te necesitó.
No poder ser tú en este mundo que no te desea.
No poder levantar la mano ante la injusticia del tirano.
No poder escribir tus sentimientos, sólo mencionarlos.
No poder conseguir unas alas, que vibren bajo la luz fría.

No poder hacer otra cosa
Que escribir frases repetitivas,
Y esperar que entre ellas
Se asome la cordura perdida.
Sin la espera, todo es cruel,
Incluso la esperanza ciega y tibia;
La sincera desesperación, un porqué,
Tocan a la puerta de mi alma vacía.
Tantas cosas que no podré ser...
Un apoyo, un castigo, una noche impía.
Un amigo, ¿a lo lejos? ¿Podría ser?
¿Querrías contigo a alguien que lastima?

viernes, 6 de junio de 2008

...

Y al despertar, el mismo dolor seguía ahí.

martes, 3 de junio de 2008

La mañana en que te vas.

Un nuevo día quiere sonreír a mi ventana
Y, confundido, no puedo responder a su llamada.
Ah, si pudiese apartar mis ojos de tu belleza.
En tierna despedida se ha convertido el despertar
Con los compases de un piano acompañándome.

Vas a tomar tu camino, buscarás el cielo
Me quedaré observando cómo forjas tu leyenda.
Haré la mía, eso te he jurado…
Pero hoy, no tengo más que promesas.

Que estaré bien. Lo sé de cierto.
¿Cómo no estarlo si tu amor tengo?
Has de caminar a un destino incierto,
Mientras yo por el fango marcaré mis pasos.

Compartimos cada anhelo con pasión desmedida
Aunque el tiempo insuficiente nos fue;
Ámame, hoy que es la despedida.
Hazme el amor y luego sonríe, amada mía.
Enamórate. Vive. Nunca me dejes de amar.
Seremos amigos siempre, estoy seguro.
Es solo que hoy deseo más que tu amistad.
Menoscabo sufre mi espíritu inerte
Por la certidumbre que la noche acabó ya,
Y es la hora de marchar.

No estoy solo… Me lo has enseñado
Entre besos, caricias, y un regaño descarriado.
Tú tampoco. ¿Verdad que lo sabes?
¿Que sientes aún el fuego de mis ojos
Pugnando por calentar tu corazón?
Cambia el sonido y la melodía lleva
El aire de la madrugada a mi alma azulada.
Le han de faltar tus besos por tiempo indefinido.
Clausuraré un tiempo los tesoros de mi cuerpo
Pues míos no son ya. Te pertenecen, mi cielo.

Te observo… En la gloria de tu desnudez,
En la muerte momentánea de los sentidos
Que es el sueño profundo. A tu lado me recostaré
Apenas termine estos desvaríos.
No sé si de nuevo te haré el amor.
Porque sabemos que esta será, en mucho tiempo,
La última noche que juntos pasemos.
Extrañaré tus juegos, el calor de tu vientre,
Tus besos y caricias, tus gemidos de amor.
Sobre todo, esperaré que feliz seas…
Y que, si regresas, tengas fiel convicción
De que yo sea el único hombre
Con quien desees compartir un beso y una canción.
Quizá no sea nunca más yo.

En ese caso, nada te regalo.
Desde antes de irte, ya todo lo mío te perteneció.
Te amo.