Domingo a media tarde. Con las voces de un sueño reciente en la cabeza, iba caminando por la acera vacía, en aquella ciudad que nunca existió. Era un día sereno: el viento jugaba con los árboles y se perdía con las nubes caprichosas; la vida proseguía con inexorable placidez; algunos rayos de Sol tardíos llevaban el agradable calor del verano a las almas. No había gente a la vista. Era la única persona para su propia realidad. ¿Qué más podía pedir sino la tranquilidad de un paseo vespertino?
Sin embargo, el sueño no dejaba su mente. Sólo era consciente de que había soñado, sí, pero ¿qué era la escena que no podía reproducir, mas conocía a la perfección? Vagas reminiscencias del pasado... O del futuro... O simples coincidencias del cansancio con los mundos oníricos de la sinrazón. La ventana de su alma se empeñaba en permanecer abierta, en esos raros instantes en que vivir se confunde con el subconsciente, y no puedes tocar tu alrededor, sientes que todo cuanto te rodea es etéreo y se esfumará al menor contacto. Y la pregunta rondaba su confusión: “¿Qué es eso que no puedo olvidar?”.
Proseguía su marcha con los ojos cerrados, absorta en sus cavilaciones. Y la brisa tenía un suave olor a fruta madura, a recuerdos y alegrías olvidadas; cada paso le llevaba a su destino sin saberlo. La caricia del ambiente le confortaba, más de lo que cualquier abrazo humano hubiera podido; cada suspiro del firmamento llegaba a sus oídos de forma tan sutil que sólo les conocía por la sensación provocada. En la suprema quietud de la abstracción. ¿Era eso alegría? Una pregunta más que no podía responderse. La fragancia del aire le guiaba; nadie más podía haberle indicado qué camino tomar, sólo el cálido flujo que rondaba por sus pulmones. Los ojos cerrados, y no más realidad. Un andar ciego, mas certero: el caminar seguro de quien se siente dueño de sí mismo.
Abrió los ojos, sin saber qué es lo que iba a encontrarse. Y los matices cobraron vida. Cada color se dibujaba en el horizonte, como si un arcoiris pudiera desvanecerse y perderse en trozos por el aire. Había en sus ojos un vaho lechoso que entre los rayos de luz dibujaba melancolías; también encontró en su mirada espacio para los seductores tonos rojizos y naranjas de la muerte del Sol. La suave acústica de un silbido callado, casi un susurro, le contaba las historias olvidadas de la belleza. Una horda de trovadores le cantaba al oído, llevando las olvidadas glorias de otros tantos héroes que en feroz lid dieron su vida por la mano de su dama. Y entre la magnífica sinfonía que empezaba a nacer del volcán de su imaginación, el sueño le rogaba que intentara descifrarle, volvió con más intensidad a su memoria.
Era un sueño calladito, pequeño y frágil. Con timidez carraspeó, solicitando la atención de la joven; se le veía tan tierno, intentando con pequeños resoplidos enhebrar las palabras. Empezó a narrar sus leyendas al oído de la chica, ahuyentando viejos temores de abandono; de ésos que una vez que aplican su mordida al alma no dejan de robar el consuelo. Una princesa de renombrada belleza, encerrada en un castillo de alabastro; fieros dragones decadentes con la magia de los eones brotando de sus enfurecidas fauces; quizá un libro repleto de arcanas palabras, olvidado tiempo atrás para evitar la completa destrucción. Y la fantasía reemplazaba lentamente al entorno, a medida que iba escuchando, cada vez más reales, las sombras de su pensamiento.
Mientras el mundo se corrompía por alguna extraña enfermedad nacida de sus mismas entrañas, un príncipe montado en níveo corcel luchaba por encontrar un arma sagrada que habría de retornar la paz a su reino en destrucción, y las máquinas devoraban la urbanidad de las ciudades, al tiempo que elfos, hadas y ogros convivían con singular respeto. Ese había sido su sueño, no cabía duda. Y éste se aproximaba cada vez más a su corazón, hablándole con la ternura desconocida de la poesía inconclusa. Las historias brotaban de sí, cada palabra le llevaba un consuelo hasta entonces desconocido.
Cerró una vez más los ojos, y pudo ver cuanto su alma escuchaba.
Y he aquí que los colores se volvieron parte de ella, se introdujeron por debajo de su piel insuflándole una vida nueva de múltiples tonalidades; y una suave melodía brotó del aroma de media tarde, tornando el paseo vespertino en un viaje con destino a la introspección, escuchando por fin todas las voces que dormidas habitaban dentro del mausoleo de su vigilia. Gracias al sueño que no se detuvo, que con sutiles invitaciones siguió insistiendo en abrazarle.
Llegó a casa, apenas dándose cuenta hasta que casi tropieza con la puerta. Entró sin mayor ceremonia, apenas deteniéndose para colgar las viejas llaves en un clavo que su pared tenía; y, dirigiéndose sin demora al viejo escritorio de la esquina, dejado de la mano del tiempo, tomó asiento frente a él, y comenzó a escribir.
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