Ah, los milagros de la tecnología… Llevaba, sólo para mí, una selección musical egoísta; nadie más iba a escuchar los fragmentos de mi historia que algunos artistas habían hecho el favor de transformar en melodías. Y así, cada segundo, llevaba la compañía de mis recuerdos y de las voces que han gritado a mi oído antes. De modo que, abstraído como estaba en mi pequeño momento de nostalgia feliz, no me fijé en qué momento le tenía cerca.
Sólo me di cuenta cuando iba justo detrás de ella, observando su espalda cubierta por una chamarra de mezclilla azul índigo. Su estatura parecía bastante acorde con la mía. Era una silueta atrayente, cada curva en el lugar preciso. Podría haberle observado por horas, reparando en los detalles pequeñitos que le adornaban: desde el cabello ébano perfectamente cortado a la altura de sus hombros, hasta los jeans deslavados que enmarcaban sus muslos. Cuando notó mi presencia, me dio la impresión que le causé desconcierto. Quizá era una especie de perseguidor, aún cuando mis apreciaciones no pasaron de una sutil y cortés mirada. Procuré que mi vista se desviara a los escaparates, a la luz moribunda de las lámparas, a los murciélagos que huían de cada árbol. ¿Qué habría pensado de mí en esa primera ojeada, qué inquietudes asomaron a su pensamiento? Vaya, que a esas horas del día falleciente hasta un acosador podía resultar a sus ojos.
Por un instante apresuró su paso. No sé si en verdad daba la imagen de estarle acorralando. Ese era mi camino, después de todo, ¿por qué razón iba a desviarme? Cierto es que me resultaba un poco incómoda la situación, pero decidí seguir con mi desafinado canto y levantar los ojos para apreciar las nubes que se esforzaban en ocultar a Selene – ah, como el vapor de agua pudiera tapar la magnificencia de la plata. De vez en cuando, si un vidrio se cruzaba en el camino, daba un breve vistazo al reflejo que de él se desprendía. Veía el reflejo de la chica, impertérrita al parecer; con paso firme y apresurado, justo como el mío. Llegó un momento que ambos íbamos a la par. Es ahí cuando comenzó lo curioso.
No me rebasaba. Ni yo hacía ademán alguno por aumentar mi velocidad. Seguíamos el camino. Yo cantando, ella en el más profundo silencio. Había una distancia mediando, eso es más que verdad. Sin embargo, por breves instantes no pude evitar preguntarme si había algo no dicho entre ambos, tácito entendimiento o esfuerzo por el mismo. No sé si quise hablarle, o el impulso era compartido: tan sólo proseguí mis pasos en la noche, más callada que el silencio entre ambos. Supongo que, de haberme quitado los pequeños aparatitos de la música, hubiera quedado sordo de la quietud.
Llegamos a una avenida, desierta ya. A lo lejos podían observarse algunas lucecitas, pero eran pequeños insectos en la selva urbana, como recordándonos que al final no éramos sólo ella y yo, que el tránsito de
Cruzamos el amplio asfalto que se abría frente a nosotros. Juntos, relativamente; a menos de un metro uno del otro, la distancia justa para poder estirar la mano y acoger la del compañero, caminando así con una guía segura que, si bien no lleva a ninguna parte, al menos provee la certidumbre de no estar solo por estos senderos de nocturnas aventuras. Y por la calle semivacía – porque al final encontramos otros como nosotros, abstraídos en sus realidades – recorrimos el tiempo que, a la par del viento helado, heraldo del alba, lanzaba insinuaciones a la vida. Faltaba poco para el destino; qué curioso que siempre llega cuando menos tiene que alcanzarnos. Por el rabillo del ojo le observé, tan calma, tan serena. Era la misma, con el cabello hablándome de un corte reciente, y la determinación desafiando la luz argéntea.
Al dar vuelta a la esquina que conduce a mi morada, le vi seguir derecho, sin detenerse un instante, sin un “adiós” que pudiera haberme infundido esperanzas de haber hecho lo incorrecto al guardar mis frases de ocasión junto con mis recuerdos. Giré la cabeza repetidas veces, escudriñando las sombras que se empeñaban en tragar su perfil, pero no leí la más mínima seña. Seguí entonces caminando hasta mi casa: no encontré más refugios a mis dudas.
Pasa que esta es una anécdota inconclusa que, desgraciadamente, no ha de encontrar final. Para poder terminarla hacen falta dos personas en específico, no hay sustituto para ninguno de los personajes. Aún cuando las razones abunden en demasía para explicar el por qué no tiene sentido intentan explicar la historia que hace algunas lunas me sucedió, porfiaré con las memorias hasta que pueda tomar la pluma de nueva cuenta y darle un desenlace magistral a la narración que empecé.
P.D. A ti que nunca más llegaste: Después que tuve que aceptar la derrota frente a la inmutable eternidad, hube de darle un toque último a nuestra crónica. Esta última nota lo da. Quiero decirte que nunca serás, jamás estarás, no te veré llegar a mi lado una vez más por la carretera. De modo que te digo adiós sin haberte dicho “hola” antes, en ninguna ocasión.
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