¿Recuerdas aquella vieja casa que se encontraba en la colina tras la nuestra? Sí, en la que el Sol no podía siquiera besar a los niños, y ningún gorrión posaba sus patitas aunque fuera para descansar. La vieja, ruinosa vivienda, con aspecto de anciano desamparado. Cuando tú y yo éramos pequeños y no teníamos mayor preocupación que esperar a que el día asomara entre los ciruelos para volver a retozar entre la hierba. Pues bien, hoy estuve pensando en lo que me pediste todo este tiempo, que te contara qué sucedió cuando me aventuré a ir.
La verdad es que hasta yo pensé que estaba loco cuando decidí que visitaría ese lugar. Tú estuviste ahí todas las veces que los adultos nos previnieron: “aléjense de ahí, pequeños; todo mundo sabe que no debe acercarse ni siquiera a sus árboles, donde moran los duendecillos”. Y ¿sabes? No fue una apuesta infantil, de esas que quieren helarte hasta el coraje y que te acobardes para que los demás niños puedan llamarte “gallina” y cebarse en tu supuesta cobardía; no, esta vez no fue así. Cuando éramos apenas unos párvulos no calibrábamos bien las consecuencias de los más pequeños actos: hacíamos todo por el simple deseo, libres de la culpa que acompaña a la madurez.
Pues bien, decidí intentarlo. Sabes que siempre fui más curioso de lo que me conviene. Era Diciembre, uno de los meses más fácil de recordar: había pasado el tiempo de la cosecha hace unas semanas, los campesinos regateaban con los siempre injustos distribuidores el pago justo por su sudor; el sentido de fraternidad que suele acompañar las épocas navideñas comenzaba a adueñarse de todos, y los cristales que a nuestra ventana solían tocar se deshacían apenas regalarnos breves destellos bajo el pálido sol invernal. No sé si era 20 o 22, sólo recuerdo que faltaban pocos días para
La centella de tus ojos
Oculta bajo la cortina
De tus párpados caídos.
Los rizos desordenados,
La mañana colándose
Bajo los cielos claros.
Suspiras, tranquila
Ajena a la devoción
De mi inocente corazón.
Así es, te veías tan tierna, tan dulce y desprotegida, con los labios entreabiertos y tus manitas aferradas a la almohada, que tiempo después cuando tuve de nuevo esa visión decidí escribirle algo. Eso me recuerda que también me has preguntado en anteriores ocasiones cómo es que decidí tomar la pluma por vez primera. Pero bueno, cada historia a su tiempo. Te prometo que en esta noche disiparé tus dudas.
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