¿Me haces un favor? Cierra la ventana, si puedes… Los susurros de las sombras me distraen demasiado, como reverberancia de los pecados en el tiempo pasado. Ah, sí, mucho mejor sin duda. Hay veces que pienso que mi edad no corresponde a mi físico, tengo la resistencia de un abuelo desahuciado. Me pregunto si lo que te estoy relatando tiene algo que ver con ello. ¿Mande? Ah, sí, sí, perdona. Regresemos a nuestra narración.
Pues bien, te dejé aún dormida. Para mis adentros reí muy bajito, no quería ganarme una reprimenda si mamá se enteraba que me había escapado desde tan temprano. No es que no confiara en ti; eras aún demasiado cándida para entender las consecuencias de un comentario bien intencionado pero inoportuno que pudo haberme delatado. Crucé la sala a toda prisa. Era la primera vez que me sentía tan alerta por la culpabilidad, ni siquiera la vez que traje el gatito a casa a escondidas se comparó con esa ocasión. De puntillas aún, abrí la puerta con el mayor de los sigilos, dando la bienvenida al aire congelante que era el heraldo de nuestras madrugadas. Y de súbito recobré la calma, una valentía desconocida (si es que un niño de 7 años puede tener tal); me envolví aún más en la chamarra que papá me dio por la Navidad del año anterior, y salí a enfrentar mi curiosidad.
Al principio llevaba un paso calmadito, posando mis pies con cuidado sobre el rocoso suelo que nunca terminó de estar listo para el tránsito. Sin embargo, el recordatorio de que pronto se levantarían todos en casa me sacudió como un impulso, de modo que eché a correr tan rápido como me permitía el viento que soplaba en mi contra, teniendo el efecto de una cebolla en mis ojos. Llenaba el amanecer con mis jadeos desesperados, el trabajo en casa me dio forma física pero tenía que forzarme al límite de mi carrera si quería llegar a tiempo para evitarme más problemas. Corrí, vaya si lo hice; recuerdo muy bien el dolorcito que me empezó a dar en el costado derecho, las punzadas que no te dejan respirar, como si aprisionaran tus pulmones desde abajo. “Quiero llegar, quiero llegar, quiero llegar”: la frase que repetía sin cesar dentro de mi mente.
Al fin empecé a vislumbrar entre la niebla la inconfundible fachada en ruinas. Poco a poquito disminuí la velocidad, la cautela volvía a tomar el control. Por entre los árboles nudosos y tristemente calvos me abrí paso, esquivando una que otra rama y las raíces fugitivas que sobresalían del piso. Imagínate por un instante la escena, te juro parecía una película de las que solíamos ver abrazados frente a la vieja tele del cuarto de mamá; cuando hasta la sombra de nuestros cuerpos nos asustaba. Un paisaje inconfundible que auguraba solo desgracias. ¿Puedes ver la neblina gris obstruyendo los pequeños detalles? El olor de la hierba húmeda se confundía con los aromas a soledad de las plantas marchitas, un vaho dulzón de muerte prematura. Había en un rincón madera apilada, añejada hacía décadas; sin mayor uso que el de ocupar un espacio, tan solo tocarla podría haberla desmoronado. Sinceramente, lo que vi me produjo una desazón inmensa, no podía creer que alguien hubiera podido abandonar a tal grado la casa. Pero ya estaba ahí, con las pruebas frente a frente. De modo que suspiré levemente (con cierta reserva, no quería intoxicarme del aire presente), y aventuré mi diestra buscando la manija de la puerta.