Firmes tonos de la Luna clara
rayaban el metal de su fría arma.
Ella era la Muerte encarnada,
lujuria de seda con inocente mirada.
Sus ojos resplandecían el fuego cruel
conque el beso de las rosas caídas
se apoderaba sin piedad del alma
del incauto mortal que cruzarse osara.
Cabellos de plata y hebras de acero,
labios firmes con primor detallados;
rasgos de diosa y perfil artero,
los mejores aliados del ángel despiadado.
En el plenilunio aquel del crudo invierno
posaba sus pies en la orilla de un lago.
Eran caídas hojas su único consuelo
(no quedaba soledad tras esos milagros)
entre susurros del bosque, ojos callados,
princesas de hielo y cuentos de antaño.
Alas de metal que acariciaban su espalda
eran el resguardo del calor de su guadaña.
Así la vio aquel joven desaventurado
que pasaba en busca de incierto remedio
para un corazón hacía tiempo desahuciado:
el suyo, marchito por amores de lejos...
Suspirando llegó a la imagen clara
conque el ángel de muerte imprimía la noche.
¡Desgracia la suya! Fijó la mirada
en esos orbes de frías costumbres;
mirando a la nada encontró su hora.
Fascinado, hasta la visión caminó
rindiendo honor a la magnífica señora.
"Oh tú, que a la belleza restas méritos,
que tu rostro de marfil es el amor encarnado...
Tienes aquí a tu eterno esclavo,
haz de él de la voluntad tu lamento..."
Decía el joven con desatinado juicio
a la imperturbable mujer del pecho de acero.
Con el furor de su inocencia y la pasión, el celo,
que solamente un fugaz vistazo causa.
¡Tan feliz, tan entusiasmado, así se le veía!
¡Lástima que de amores nunca la niña requería!
Solo sonriendo, con falsa amabilidad
se aproximó la fémina de los ojos grises
al que de amores la requería sin límites.
"Ah, mortal, cruel es tu sino
si ha decretado que en mí dejes tus anhelos.
Yo soy la Muerte. El placer y desenfreno
son solo caminos para lograr mis medios...
Siempre sola, llevo mi sendero
entre la niebla y la noche busco mi alimento,
el desconsuelo, humano, es mi sustento.
¿Me llamas con ternura? ¿Pides mi gracia?
¡Necio serías, llegado en mala hora!
Ríndeme pleitesía antes que siegue mi arma
los frutos de tu cosecha, la vida que añoras.
¡Ponte de rodillas y besa mis plantas!"
Mudo permaneció el muchacho aquel.
En su ceguera no conocía más que el calor
del enamoramiento sin límite ni desgracia.
Quedóse callado, tan solo una lágrima
daba fe de la segunda herida en su alma.
"Llévame entonces... Nada me queda.
Eras tú a quien siempre buscaba.
Si no tu abrazo, por lo menos tu pena...
Toma mi mano hacia la última morada..."
Bajó la cabeza, humilde y resignado.
Sentía ya el golpe, perdida la esperanza.
Mordióse los labios, en silencio rezaba...
Pero, ¡súbita verdad! ¡El impacto no llegaba!
¿Era posible que la piedad en ella cupiera?
Ofreció su diestra al postrado caballero,
mientras dirigía a él sus voces arcanas:
"Levántate... De nada me serviría
cebar mi acero en tu destrozado corazón.
Ya cargas el dolor más grande de tu raza:
amar sin ser correspondido, sin razón.
No te perdono. Estás condenado.
Pero hoy no cargaré con tu peso muerto.
Hasta el día que volvamos a vernos
agoniza... Después nos encontraremos."
Desapareció después, con el susurro del cerezo
retumbando a las espaldas del enamoradizo.
Impotencia a sus mejillas llevaba el rubor
y la consciencia de ser para siempre marginado.
Marcado con el hierro del desprecio,
a la soledad irremediable destinado.
Pero sabía, al menos le quedaba el consuelo
de que la misma Muerte vendría a abrazarlo...
Esperaría, cuanto faltase, para ver su rostro
asomar entre las sábanas de su lecho mortuorio.
Sería su secreto: el instante supremo
en que expirase el aliento último del cuerpo
llegaría el esperado fin de los tiempos
y su tesoro más preciado...
Un beso robado a los pálidos labios
de aquella mujer que condenó sus pasos.
miércoles, 22 de octubre de 2008
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