martes, 20 de enero de 2009

The Tower.

Aún faltaban escalones por recorrer… La negrura que sus ojos rodeaba parecía no tener fin. Sólo el brillo de su espada podía guiarle, ya era poco el tiempo para que esa noche de luna clara llegara a su fin. Todo el trabajo de esas épocas, la espera paciente… Fervientes anhelos que se concretarían si lograba encontrar la última pieza del gigantesco rompecabezas. Lo que aquella tarde fatídica terminó… ¿Qué, el mundo estaba completamente ciego a la gloria? El nacimiento de su nuevo Creador. Le negaron la existencia; rechazaron la nueva era que se les prometía.

Las cavilaciones que su mente recorrían hacían eco con la luz que se colaba entre los rincones de aquella torre derruida. El paso del tiempo había hecho mella en la piedra. Los pasos resonaban, tétricos, en las paredes frías, colándose junto con el viento en agitada sinfonía…

No podía ver dos palmos más allá de su frente. Ni siquiera la luz sagrada poseía el poder para defenderle de la siniestra oscuridad, la cual, voraz y callada, devoraba el resplandor con vil gula. El instinto de vida, perdido tiempo atrás en el inicio de su cruzada, le llamaba a la cordura. Esa puerta no debía ser abierta: ¿quién era él, para decidir si Eldréion merecía tener a un dios en sus tierras?

Ignoró esos sentimientos, como tantas veces anteriores a ese orgásmico momento había hecho. Eran dos escalones de piedra los últimos guardianes del secreto primigenio… Al pasar junto a una ventana (agujero cruel que tormentas antiguas forjaron en la piedra muerta), un resplandor tenue, plateados hilos de Selene, rodearon su rostro, cubierto por la capucha de mythril, que reflejó sin piedad cada regalo argentino de la Luna muerta. Ojos negros y vacíos tenía. Tez cetrina, rasgos demacrados por la espera. Pero determinación en cada gesto, decisión a acometer la tarea tomada bajo su cargo años atrás.

Estaba, al fin, el último obstáculo frente a su mirada.

Una sonrisa anhelante en su rostro se dibujó, y se torció en formas maquiavélicas cuando las palabras finales salían, vivas de nuevo, para romper el último sello de la vida. Y tras la letanía satánica, palabras prohibidas que nunca debieron existir… Un golpe certero con aquella arma bendita, robada a las órdenes que intentaban tan sólo mantener el orden existente en el caos de la vida… Precisa estocada, que tendría consecuencias fatídicas para el delicado equilibrio entre la locura y la razón. Serían ahora minutos desconcertantes, desprovistos de esperanza, los que esas tierras sacudirían; estaba por regresar el Redentor de las Almas, quien alguna vez no pudo resistirse a sí mismo y sacrificó su corazón por el poder absoluto.

Las puertas se derribaron, el mal estaba ya hecho… El silencio hizo presa en la solemne escena, al traspasar Thorius el umbral de la estancia prohibida. Tan sólo dar un paso en aquel mausoleo oculto, en el castillo más antiguo de Krúmnos Lairen; la profanación suprema de la salvación. Su aliento se cortó por un instante eterno, y el asombro hizo presa en su espíritu condenado.

Era imposible que aquella estructura que con penosos esfuerzos podía tenerse en pie, albergara habitación de tal belleza. Encajes y brocados de la más fina hechura cubrían cada rincón, derritiendo con su blancura el tétrico ambiente que se respiraba del frío aire nocturno. Las ventanas, perfectamente bien trazadas en los sólidos muros que cercaban la estancia. Cada vidrio cortado con esmero, y un vitral de proporciones inmensas descansaba en el extremo izquierdo. El artista debía haber vaciado todo su dolor y pesadumbre en aquella representación: podía verse claramente a un ser celestial, armado de imponente lanza, que purificaba el pecho de algún pecador con el frío beso del metal. Los trozos carmesí que brillaban tenuemente bajo la pálida iluminación de veinte velas parecían llenos de vida, como si la sangre hubiera hecho nido en ellos.

Tras las cortinas que daban preámbulo a la entrada al recinto, la sorpresa más grande esperaba. Era un altar negro, con diez antorchas a sus pies, que imprimían sombras siniestras bailando en la oscuridad. ¿Qué ofrenda era esa, fuertemente custodiada por los fantasmas de aquellos que le habían buscado en los tiempos primigenios?

El Espejo de Eileen… Justo frente a él.

Súbitamente, las puertas se cerraron. El impulso de la vida misma se resistía a cambiar el destino de la Humanidad. Y ante él descendió un ángel, visión misma de la pureza… En la diestra empuñaba una lanza singular, prístina y reluciente, que por nombre mortal lleva “Ángelus”. El arma, que temblaba por cortar la carne del indigno espectador, era un metal no conocido por herrero alguno, materia misma de los cielos caídos. La forja de arma tan singular no podía pertenecer al arte: era algo más, perfección y belleza conjuntas en el instrumento de muerte. Su sola aura rezumaba furia. La batalla por el renacimiento daba comienzo, en aquel lugar oculto de la vista de los mortales.

El orbe en la base de la lanza crepitó, y tal sonido fue el preámbulo a la voz del ángel, calma y furibunda a una vez.

- Da la vuelta, miserable mortal. Este objeto sacrílego no debe ser conocido de nuevo. La catástrofe no deberá repetirse jamás: el mundo ha renacido, y ninguna cicatriz ha de ser abierta de nuevo. Perdonaré tu alma si renuncias al necio impulso, y te alejas de este lugar. Que, de otro modo, hoy será perdida tu esencia…

- Criatura ciega, que sólo a tu Dios obedeces… ¿Con qué palabras osas desafiarme? ¡Yo soy Thorius, el portador de Limnia Omins, que se alimenta de la luz! ¡Aparta tus alas de ese tesoro sagrado! No sea que el fuego eterno se cebe en ellas.

- …Has sido advertido, rey de humanos. La moneda ha sido lanzada. ¡No lamentaré ahora destrozarte!

El gesto calmo del ángel aquel se tornó en horrísono grito de batalla, al lanzar el veloz ataque contra el encapuchado. Éste, sin inmutarse siquiera, enarbolando la mítica espada, desvió con elegante golpe el metal que por un segundo iba a impactarse contra su pecho.

La misma sonrisa repugnante curvó la boca de Thorius. El chocar de las armas produjo energía perdida, que iluminó macabramente la escena; estaban ahí, en plena batalla, las fuerzas del renacimiento y la protección, un entrechocar de la esperanza y la vida. En feroces ataques, los filos hambrientos se entrecruzaron múltiples veces: el humano, disfrutando de poner en peligro su vida; el ángel, defendiendo con valor y tesón el último reducto de la cordura…

La Luna contemplaba, silente, el drama de aquella batalla épica. En un cuarto de la torre más alejada y decrépita, se decidiría de nuevo el camino que el destino habría que tomar. Las armas lloraban sus lamentos a las estrellas, carne y hoja besándose con grotesca lujuria. Un tajo certero dio de lleno en el hombro del ángel, llevando consigo materia y maná, la esencia misma de la divinidad.

Bajo un mar de plumas el combate se libraba. Triste escena repleta de hermosura. El ataque de la lanza devolvía con creces las heridas causadas a su amo, creando bocas en la armadura y piel del mortal. Cada ataque iba dirigido a matar. La destreza del humano fue lo único que le mantuvo con vida, bajo la lluvia de odio y sangre.

De un salto hacia atrás, el rey se alejó de su formidable oponente. Múltiples heridas en ambos seres daban fe de la destreza de ambos adversarios. El maná cubría las cortaduras hechas a fuego en el ángel, mientras que la sangre y sudor formaban ríos fatales en el cuerpo de Thorius.

- ¿Conque los ángeles no son los santos hijos de ese dios débil que todos creen? Enarbolas con crueldad tu instrumento, y sabes a dónde dirigir tus golpes… - Acompañó sus palabras con un gesto despectivo, escupiendo hacia un lado, y mostrando sus dientes en fiero desafío.

La reacción no se hizo esperar…

- ¡¿Osas burlarte del Divino?! ¿De quien ha permitido tu existencia? ¡Pagarás en sangre el tributo que le debes! – Tras proferir estas palabras, con todo el enojo de su existencia, el orbe de la lanza lloró de nuevo… Y un resplandor rojizo nació de él, agrupando el aura en una sinfonía de muerte.

- …Estoy hartándome de esto…

El cansancio estaba haciendo mella en ambos… Estaba próximo el último ataque. Thorius, en su mano derecha, concentraba todo el dolor que había pasado, dejando que la sangre le llevara a la palma el desprecio concentrado, el poder que había obtenido con su desesperación, todo el odio y la desesperanza… Todo en un último ataque supremo. El vacío absoluto, en manos de un pobre humano, soldado de las épocas antiguas.

Con un movimiento presto y seguro, la lanza apuntó de nuevo al hombre. Y toda la energía concentrada chocó con las negras ondas que de éste emanaban. La oscuridad cedió su vida al caos, cuando las olas de poder se arremolinaron en el centro de la habitación, sacudiendo los mismos cimientos de la existencia en su triste canción perdida.

Voraz explosión de luz enceguecedora…

Y después, la nada.

Algo había pasado…

¿Quién es esa tercera figura, aparecida en medio de la colisión? ¿Silueta de un pasado distante, viejos temores enterrados que renacían para abrazar de nuevo los corazones?

…Era él…

Quienes combatían segundos atrás habían salido despedidos por el impacto. La torre se colapsaba; tal era la potencia derramada por los feroces ataques. Cada ladrillo chillaba de dolor, indispuesto a mantenerse firme… Por un instante, cuando el tiempo dejó de ser, los tres personajes de esa noche macabra se quedaron suspendidos en el aire. El ángel, pues poseía alas. Y Thorius, quien le desafió en defensa de su locura, suspendido por otro ser de alas negras… De rostro joven, cabello castaño, y sonrisa triste.

Quien había sido sellado en el mítico Espejo de Eileen, por la protección de la realidad.

Aquel que podría haber aspirado al trono de Dios.



Demian.

El ángel no había podido cumplir su tarea, aún cuando de ello dependía la vida. Sabía el castigo… De modo que, con los últimos resabios de fuerza que le quedaban, empuñó de nuevo la lanza…

Un grito desgarrador rompió el aire. Y la callada hoja anidó en el pecho de la nívea criatura. Bebiendo de su maná vital, secándole por dentro…

La última estocada desesperada había sido dirigida al negro dios. Tratando de prevenir la catástrofe ahora inminente, cuando el poder oscuro intentara de nuevo hacerse con el control de la vida. Pero con un gesto, Demian había desviado la trayectoria de la hoja, y volteado contra su atacante celestial. La ironía suprema: el arma nacida de nubes y esperanzas, destruyendo al último sello de la locura.

En el aire se desvaneció la última luz que protegía el secreto. Y Angelus, inerte, sin la fuerza de la esperanza, cayó al vacío.

Flotando aún en la noche desfalleciente, miró a su fiel sirviente, quien había dado su poder y fuerza para despertarle. Y una carcajada brotó de su boca, al tiempo que los ojos muertos le miraban con renovada alegría.

- Thorius… Me has servido bien. Has cumplido mi mandato con singular denuedo. Realmente estoy complacido contigo…

- Amo mío… Sólo deseaba ver el nacimiento de la nueva… *Coff*… Era… *Augh*

- …

- Dígame… Mi señor… ¿Qué más he de hacer, cómo he…? ¡Argh! ¿Cómo he de ganarme la recompensa…? De… Deseo verles…

- …Estúpido mortal. Ellas no existen ya. Pero… Me has sido útil… Y lo serás por siempre… - Dichas estas palabras, tomó la espada que colgaba del brazo inerte, Limnia Omins, el aguijón de transparente cristal. – ¡El último sacrificio que pediré a tu alma, será su eterno servicio!

Con un solo impulso, encajó aquella hoja sagrada en la frente del rey caído. El espíritu fluyó por el arma, llenándola de vida y dándole una nueva forma… El filo se tergiversó en caóticas formas, tomando matices nuevos de locura forjados con el alma de Thorius.

- Mi más preciada arma… Daemon.

Había comenzado, una vez más, la Era de las Verdades Siniestras.

viernes, 16 de enero de 2009

Duelo.

Entre sonrisas, los dos contrincantes se observaban. El regocijo era mutuo; en medio de aquel campo desolado, donde incluso los insectos rehuían hacer su hogar y la mano de Dios parecía haberse olvidado hasta del cielo, ambos oponentes habían encontrado un lugar propicio para medir sus espadas. En esta ocasión no terciarían palabras entre las intenciones de lucha, tan solo los fríos aceros, con su gusto por la piel desgarrada. El viento y sus susurros de hoja caída, llevando las noticias del duelo; los lamentos de las nubes y el rugir del trueno –dios nunca benévolo, amante de las contiendas - eran los únicos sonidos envolviendo la quietud de la muerte. Amenazaban con caer las lágrimas del cielo sobre las empuñaduras de las armas, mojando las fundas, labradas con intrincados motivos, con los advientos de la hora anunciada. Cada músculo flexionado en la posición adecuada, tenso, expectante, callado. Los ojos fijos en la burla y la alegría que produce encontrar a un igual.

Uno de los duelistas era un reconocido samurái de las épocas antiguas: por nombre, Ieyasu Kuragawa. Su fama en las artes de la katana sólo era superada por el temor que la gente le profesaba cuanto escuchaba su nombre en las viejas andanzas; los baños de sangre a la luz de la Luna, cuando tan sólo con el beso de su arma llevaba la humillación de los caídos a ejércitos enteros que osaban desafiar su furia. Ah, qué magnífico se le veía, con su armadura ébano y la máscara desgarrada que solía portar, mostrando su ojo izquierdo, que entre las tinieblas refulgía como la mirada del Demonio mismo buscando las almas, danzando con la gracia propia de los dioses. Siempre bajo la cubierta de su rostro, un gesto impertérrito, que no parecía conmoverse a medida que las almas eran segadas con los certeros cortes de su brazo derecho. Cada nueva historia sólo contribuía a su fama. El brazo maldito por los dioses, su extremidad diestra; llamado así por su destreza en los golpes, que según las habladurías de la gente le había sido concedida en el momento de su nacimiento, manifestándose la arcana habilidad en forma de intrincados tatuajes que recorrían su antebrazo. Decíase que, el día que Ieyasu muriera, su brazo cobraría vida propia para seguir regocijándose en los jardines del asesinato.

Y del otro peleador… Shiroi. Sólo por esa palabra se le conocía. Y pronunciarla era el equivalente a invocar los espíritus de vengativos guerreros caídos bajo su hoja. Con sus blancas vestiduras, inmaculadas siempre aún cuando la sangre a su alrededor corría a raudales. Se rumoreaba que ninguna mancha podía hacer mella en la nívea tela de sus ropas, así como ningún acero forjado por manos humanas podría cebarse en su carne. Tan sólo podía apreciarse una sola huella de las batallas en su cuerpo de acero: una cicatriz recorriendo su brazo izquierdo. La marca recorría desde el hombro hasta el dorso de su mano, y daba lugar a un sinnúmero de leyendas. A veces se escuchaba, en las tertulias reunidas alrededor de los juegos de dados y las casas de reunión de las rebeliones, que el tajo le había sido infligido por un demonio que, celoso de su prodigiosa maestría en la lucha, con una infernal daga había marcado de por vida el ahora inútil brazo, llevándose la mitad de su gloria. Siempre llevaba Shiroi su siniestra metida entre los pliegues de sus ropajes, colgando la inerte extremidad, sin vida, sin habilidad. No obstante, con la opuesta se bastaba el hombre para efectuar sus orgías de muerte. Al contrario de Ieyasu, su gesto solía iluminarse con obscena sonrisa al sentir los huesos romperse, las bocas proferir horrísonos gritos, y los tendones destrozarse por los golpes de su técnica mortífera.

Eran esos dos los personajes que, contemplándose mutuamente, adornaban el paisaje próximo a ser testigo del derramamiento de vida carmesí escapando de las venas. Podrían ser polos opuestos, de no ser porque compartían un vínculo en sus caminos de homicidios, justificados ante su razonamiento por las mareas de la época. Eran tiempos difíciles, que ambos hombres habían utilizado para escribir sus respectivas leyendas, estigmatizadas con el tono mórbido de las contiendas. Kotori, el instrumento del brazo de Ieyasu; y su adversaria, Shiroyuki, en manos de Shiroi. Espadas que, sin que ambos supieran, nacieron del mismo fuego y el mismo genio artesano; creadas épocas atrás, imbuidas de las ansias de venganza de un maestro en los complicados usos de la forja de katanas. Gemelas en destino y desgracia. Cumplida su razón de existir, fueron después herramientas para la matanza, habiendo llegado a las respectivas ansias de los contendientes. Se volverían a encontrar los aceros y a interponerse el uno en el camino del otro, para evitar la muerte de quien los blandía.

Cada mano acariciaba su respectiva empuñadura, presta a desenfundar a la menor provocación. Shiroyuki, prístina y silente, reposaba dentro de su funda, trémula y a la espera de la matanza; por su parte, Kotori dormía, mas en sus sueños se revolvía ante el inminente duelo, regodeándose por anticipado con el gusto del plasma. Era tal la anticipación con que las katanas acompañaban la expectación de los guerreros, que parecía las armas temblaban con vida propia, cuando la expectación era lo que movía los temblores en los sendos dueños.

Era diferente el cielo esa tarde de otoño. Recorrían las corrientes el mar del firmamento, llevando consigo aullidos de los dioses fúricos, los demonios esperando el alma que habían de reclamar, recorriendo el paraje aquel en sus bailes mortuorios, esperando con fascinación el momento de derramar la primera sangre. Los restos de árboles que alguna vez poblaron el lugar, secos y resquebrajados por el peso de los asesinatos, crujían con estrépito tan solo con el beso del agua y el aire combinados. Sin embargo, cada sentido de los contendientes estaba sumido en un análisis callado, frío y ajeno a todo lo que no fuera el hombre que delante tenía. Presionaba la muerte a que comenzara el encuentro, relamiéndose los descarnados labios con anticipada gula. Habría de devorar almas antaño ya marcadas como malditas. Veía a los personajes como cosa propia, perdiéndose en cada detalle de los cuerpos trabajados en el fragor de la guerra.

Una gota de sudor recorriendo la columna vertebral pudo haber sido disturbio suficiente que rompiera la tensa paz de la mórbida escena. Sin embargo, la señal para el inicio del fin no llegó con un evento tan simple; de la mano de un rayo que, raudo e inesperado, cruzó las nubes estrepitosamente, e iluminó por un instante angustioso el ambiente, dio principio la Muerte a su festín. Veloces movimientos de muñeca, al unísono realizados, desenvainaron las sedientas armas. Los filos, perfectamente trabajados, se deslizaban desde el fondo de las fundas, hasta rasguear con demoniaca precisión las cuerdas del aire, dando comienzo a la sinfonía cacofónica de los gritos y agonía - ¡qué música más macabra, qué melodía más bella! - que a ambos contendientes envolvería. Canta, Shirayuki, tu poesía desenfrenada, y graba los versos en la carne adversaria... Kotori, he ahí tu trino de callado beso; con tu afilado costado dibuja los rasgos de los mismos demonios en la mortal envoltura del honor...

Destellos apenas perceptibles cruzaron el reflejo de la energía eléctrica presente en el firmamento, acompañados por el fino polvo que cuatro sandalias levantaron en perfecta sincronización. Despegaron las suelas del abrazo del suelo, comenzando la imperfecta danza del enfrentamiento. En la pericia obtenida de los anteriores combates, ambos habían entendido la importancia de dedicar todo a la primera estocada, terminar cuanto antes con el excitante retardo previo al sordo golpe de un cuerpo caído. Tantos órganos vitales posee el cuerpo... Es difícil detenerse en solo uno, cuando el desgarre de los tejidos confiere tanta vida a aquellas existencias carentes de otro sentido más que el de la masacre. El corte de Ieyasu era una perfecta medialuna, que a otro adversario más débil hubiera enviado atrás con el solo impacto del viento. Recorrió la hoja una trayectoria limpia, de izquierda a derecha, cercenando con su paso un árbol que apenas en pie se tenía. Mas no era suficiente. Ágiles eran las piernas de Shiroi, que le impulsaron hacia arriba para evadir el mortal golpe; y desde el aire, con su arma desenvainada ya, intentó descargar la furia de su espíritu en un tajo vertical, dirigido a la cabeza.

Los reflejos del primer atacante eran infalibles. Girando de nueva cuenta su mano, posicionando la hoja justo frente a su mirada, que siguió la trayectoria del adversario, detuvo aquel ataque. Las chispas nacieron del brutal choque, como la pasión de un beso entre dos feroces amantes. Pareciera que la lluvia quería contemplar por sí misma el duelo, pues la resonancia del encontronazo entre el metal se expandió, acompañada por los suaves golpeteos de las gotas que comenzaron a caer. Resbalaban así en los ropajes, en los rostros, en los aceros. Rechazó Ieyasu a Shiroi con un violento empujón, cayendo éste de pie frente a frente. De un salto se impulsó al frente, enarbolando su katana como si de una lanza se tratase. Una embestida de esa magnitud podría haber atravesado limpiamente a su objetivo, de no ser éste un luchador de la talla del mismo adversario. Pues, girando sobre sí mismo, hízose a un lado, esquivando apenas el filo, que llevó tras sí rasgaduras de las ropas, y un fino hilo de sangre de la piel herida.

Mas, ¡qué caro le costó el fallo! Pues era ésa la oportunidad que esperaba Kuragawa... Aprovechó el momento de giro, la fuerza generada por aquel movimiento, y utilizándose a sí mismo como eje, impactó de lleno en la espalda de su adversario, aunque la Suerte, ciega dama, hizo que fuese el revés de la espada el que imprimiese el golpe. El rumor de los huesos al quebrarse, el orgásmico momento en que las vibraciones sacudieron a Kotori, haciendo que su portador sintiese todo el choque; se iluminaron sus ojos, y el rostro antaño tranquilo se curvó en fiera y macabra alegría, como si el demonio de su brazo despertase para cobrar la primera sangre. Sin embargo, fue la tremenda colisión la que avivó de una vez por todas la llama del coraje en Shiroi… Tambaleante, mas sin haber caído, giróse una vez más, encarando al samurái de la máscara desgarrada. Y entonces, pronunció las únicas palabras que se le oyeron decir:

- Has marcado tu huella. Te concedo el privilegio de morir.

Tras estas palabras, corrió de nueva cuenta, riendo como poseído. En su estrepitosa carcajada se adivinaba el insano deseo de la aniquilación total, un sonido que podría calar hasta los huesos del más fiero combatiente. Y así, se cruzaron de nuevo las espadas, chocando con la furia de los mares, repeliéndose mutuamente en cada encuentro. Cortes destinados a matar, eran los que ambos beligerantes trazaban sin cesar, apenas contrarrestados por hábiles movimientos del rival. Cada colisión de los aceros iba acompañada del fugaz sonido de un trueno, ¿era la manera de los dioses de demostrar su interés en la contienda? A ambos se les veía felices, concentrados, en obscena alucinación. ¡Qué desperdicio más grande, el de dos hombres que podrían haber alcanzado la gloria por méritos propios, mas escogieron el sendero de la sangre como única opción! La naturaleza humana dicta así sus oscuros designios: encuentre cada quien la paz en el acero o el estudio, en el género o la incertidumbre, en la meditación o el desenfreno… Pobres, condenados nosotros a vivir de nuestras pasiones.

Se desarrollaba el combate con vertiginosa violencia, aunque ya se había prolongado más allá de una pelea normal. Claro, tratándose de maestros de la espada, la destreza de uno no superaba al otro, y seguían en medición de sus respectivas fuerzas. Gotas salinas recorrían ambos cuerpos, y se admiraban las señales de los golpes en los ropajes. Ninguno de ellos era ya inmaculado; se había terminado la leyenda de su inmortalidad. Cubiertos ambos en cortes y sangre, no era ninguno, sin embargo, el dispuesto a ceder; antes tomaban de nueva cuenta su posición de ataque, esperando el momento del ataque final.

Éste llegó por iniciativa de Shiroi. Obró otro milagro, en la algazara de su acometida. El brazo inerte cobró vida, asiendo la katana por la parte baja. Pareciese que el Diablo mismo estuviera de su lado, recobrándole la facultad de usar ambas prodigiosas manos para terminar de una vez la prolongada pugna. Firme y sagaz, trazó un círculo frente a sí mismo, dibujándolo en el aire. Después, flexionando su brazo derecho hacia atrás, y con el izquierdo apoyando la empuñadura, se lanzó de lleno contra Ieyasu, como mortal ariete. Coletazo de Dragón, era esa su embestida predilecta, que a más de uno envió a la tumba. Respondió la víctima de igual y digna manera, envainando su espada y girando sobre sí mismo, con los pies firmemente plantados sobre el suelo y la diestra empuñando el arma. Media luna, nombre singular y parco. Pero que despertaba remembranzas de cuerpos partidos por la mitad. Y así, se encontraron las poderosas arremetidas; golpes críticos que pusieron fin a dos mitos del Japón caótico de esas épocas.

Cayó primero Shiroi, con un profundo tajo que cruzaba horizontalmente su estómago. Era demasiado grave para tener remedio alguno… Asomaban al exterior sus órganos vitales, consumiendo el poco tiempo que quedaba en su vida con agónicos estertores. Pero había valido la pena. En el lugar donde anida el corazón, había dejado clavada su propia arma, en el pecho de Ieyasu. El filo de ésta atravesaba completamente al hombre, que cayó, primero de rodillas, y después besó el polvo fino de aquel escenario trágico. Ambos se hicieron compañía en la tumba, que sería la misma para ellos: el suelo árido, y el festín que esa noche, los dioses y los buitres se darían en los músculos trabajados. ¿Es que acaso no hay más destino para el guerrero, perecer por el frío acero, y no dejar más huella? Aún reposan, murmuran los transeúntes, las dos katanas gemelas, en el lugar de la pelea. Sin mella alguna, pues todavía no cumplen su última misión: forjar un mejor futuro para el hombre. Solo siguen marcando el emplazamiento exacto, donde dos extraordinarios adversarios derramaron inútilmente su vida…