Entre sonrisas, los dos contrincantes se observaban. El regocijo era mutuo; en medio de aquel campo desolado, donde incluso los insectos rehuían hacer su hogar y la mano de Dios parecía haberse olvidado hasta del cielo, ambos oponentes habían encontrado un lugar propicio para medir sus espadas. En esta ocasión no terciarían palabras entre las intenciones de lucha, tan solo los fríos aceros, con su gusto por la piel desgarrada. El viento y sus susurros de hoja caída, llevando las noticias del duelo; los lamentos de las nubes y el rugir del trueno –dios nunca benévolo, amante de las contiendas - eran los únicos sonidos envolviendo la quietud de la muerte. Amenazaban con caer las lágrimas del cielo sobre las empuñaduras de las armas, mojando las fundas, labradas con intrincados motivos, con los advientos de la hora anunciada. Cada músculo flexionado en la posición adecuada, tenso, expectante, callado. Los ojos fijos en la burla y la alegría que produce encontrar a un igual.
Uno de los duelistas era un reconocido samurái de las épocas antiguas: por nombre, Ieyasu Kuragawa. Su fama en las artes de la katana sólo era superada por el temor que la gente le profesaba cuanto escuchaba su nombre en las viejas andanzas; los baños de sangre a la luz de la Luna, cuando tan sólo con el beso de su arma llevaba la humillación de los caídos a ejércitos enteros que osaban desafiar su furia. Ah, qué magnífico se le veía, con su armadura ébano y la máscara desgarrada que solía portar, mostrando su ojo izquierdo, que entre las tinieblas refulgía como la mirada del Demonio mismo buscando las almas, danzando con la gracia propia de los dioses. Siempre bajo la cubierta de su rostro, un gesto impertérrito, que no parecía conmoverse a medida que las almas eran segadas con los certeros cortes de su brazo derecho. Cada nueva historia sólo contribuía a su fama. El brazo maldito por los dioses, su extremidad diestra; llamado así por su destreza en los golpes, que según las habladurías de la gente le había sido concedida en el momento de su nacimiento, manifestándose la arcana habilidad en forma de intrincados tatuajes que recorrían su antebrazo. Decíase que, el día que Ieyasu muriera, su brazo cobraría vida propia para seguir regocijándose en los jardines del asesinato.
Y del otro peleador… Shiroi. Sólo por esa palabra se le conocía. Y pronunciarla era el equivalente a invocar los espíritus de vengativos guerreros caídos bajo su hoja. Con sus blancas vestiduras, inmaculadas siempre aún cuando la sangre a su alrededor corría a raudales. Se rumoreaba que ninguna mancha podía hacer mella en la nívea tela de sus ropas, así como ningún acero forjado por manos humanas podría cebarse en su carne. Tan sólo podía apreciarse una sola huella de las batallas en su cuerpo de acero: una cicatriz recorriendo su brazo izquierdo. La marca recorría desde el hombro hasta el dorso de su mano, y daba lugar a un sinnúmero de leyendas. A veces se escuchaba, en las tertulias reunidas alrededor de los juegos de dados y las casas de reunión de las rebeliones, que el tajo le había sido infligido por un demonio que, celoso de su prodigiosa maestría en la lucha, con una infernal daga había marcado de por vida el ahora inútil brazo, llevándose la mitad de su gloria. Siempre llevaba Shiroi su siniestra metida entre los pliegues de sus ropajes, colgando la inerte extremidad, sin vida, sin habilidad. No obstante, con la opuesta se bastaba el hombre para efectuar sus orgías de muerte. Al contrario de Ieyasu, su gesto solía iluminarse con obscena sonrisa al sentir los huesos romperse, las bocas proferir horrísonos gritos, y los tendones destrozarse por los golpes de su técnica mortífera.
Eran esos dos los personajes que, contemplándose mutuamente, adornaban el paisaje próximo a ser testigo del derramamiento de vida carmesí escapando de las venas. Podrían ser polos opuestos, de no ser porque compartían un vínculo en sus caminos de homicidios, justificados ante su razonamiento por las mareas de la época. Eran tiempos difíciles, que ambos hombres habían utilizado para escribir sus respectivas leyendas, estigmatizadas con el tono mórbido de las contiendas. Kotori, el instrumento del brazo de Ieyasu; y su adversaria, Shiroyuki, en manos de Shiroi. Espadas que, sin que ambos supieran, nacieron del mismo fuego y el mismo genio artesano; creadas épocas atrás, imbuidas de las ansias de venganza de un maestro en los complicados usos de la forja de katanas. Gemelas en destino y desgracia. Cumplida su razón de existir, fueron después herramientas para la matanza, habiendo llegado a las respectivas ansias de los contendientes. Se volverían a encontrar los aceros y a interponerse el uno en el camino del otro, para evitar la muerte de quien los blandía.
Cada mano acariciaba su respectiva empuñadura, presta a desenfundar a la menor provocación. Shiroyuki, prístina y silente, reposaba dentro de su funda, trémula y a la espera de la matanza; por su parte, Kotori dormía, mas en sus sueños se revolvía ante el inminente duelo, regodeándose por anticipado con el gusto del plasma. Era tal la anticipación con que las katanas acompañaban la expectación de los guerreros, que parecía las armas temblaban con vida propia, cuando la expectación era lo que movía los temblores en los sendos dueños.
Era diferente el cielo esa tarde de otoño. Recorrían las corrientes el mar del firmamento, llevando consigo aullidos de los dioses fúricos, los demonios esperando el alma que habían de reclamar, recorriendo el paraje aquel en sus bailes mortuorios, esperando con fascinación el momento de derramar la primera sangre. Los restos de árboles que alguna vez poblaron el lugar, secos y resquebrajados por el peso de los asesinatos, crujían con estrépito tan solo con el beso del agua y el aire combinados. Sin embargo, cada sentido de los contendientes estaba sumido en un análisis callado, frío y ajeno a todo lo que no fuera el hombre que delante tenía. Presionaba la muerte a que comenzara el encuentro, relamiéndose los descarnados labios con anticipada gula. Habría de devorar almas antaño ya marcadas como malditas. Veía a los personajes como cosa propia, perdiéndose en cada detalle de los cuerpos trabajados en el fragor de la guerra.
Una gota de sudor recorriendo la columna vertebral pudo haber sido disturbio suficiente que rompiera la tensa paz de la mórbida escena. Sin embargo, la señal para el inicio del fin no llegó con un evento tan simple; de la mano de un rayo que, raudo e inesperado, cruzó las nubes estrepitosamente, e iluminó por un instante angustioso el ambiente, dio principio la Muerte a su festín. Veloces movimientos de muñeca, al unísono realizados, desenvainaron las sedientas armas. Los filos, perfectamente trabajados, se deslizaban desde el fondo de las fundas, hasta rasguear con demoniaca precisión las cuerdas del aire, dando comienzo a la sinfonía cacofónica de los gritos y agonía - ¡qué música más macabra, qué melodía más bella! - que a ambos contendientes envolvería. Canta, Shirayuki, tu poesía desenfrenada, y graba los versos en la carne adversaria... Kotori, he ahí tu trino de callado beso; con tu afilado costado dibuja los rasgos de los mismos demonios en la mortal envoltura del honor...
Destellos apenas perceptibles cruzaron el reflejo de la energía eléctrica presente en el firmamento, acompañados por el fino polvo que cuatro sandalias levantaron en perfecta sincronización. Despegaron las suelas del abrazo del suelo, comenzando la imperfecta danza del enfrentamiento. En la pericia obtenida de los anteriores combates, ambos habían entendido la importancia de dedicar todo a la primera estocada, terminar cuanto antes con el excitante retardo previo al sordo golpe de un cuerpo caído. Tantos órganos vitales posee el cuerpo... Es difícil detenerse en solo uno, cuando el desgarre de los tejidos confiere tanta vida a aquellas existencias carentes de otro sentido más que el de la masacre. El corte de Ieyasu era una perfecta medialuna, que a otro adversario más débil hubiera enviado atrás con el solo impacto del viento. Recorrió la hoja una trayectoria limpia, de izquierda a derecha, cercenando con su paso un árbol que apenas en pie se tenía. Mas no era suficiente. Ágiles eran las piernas de Shiroi, que le impulsaron hacia arriba para evadir el mortal golpe; y desde el aire, con su arma desenvainada ya, intentó descargar la furia de su espíritu en un tajo vertical, dirigido a la cabeza.
Los reflejos del primer atacante eran infalibles. Girando de nueva cuenta su mano, posicionando la hoja justo frente a su mirada, que siguió la trayectoria del adversario, detuvo aquel ataque. Las chispas nacieron del brutal choque, como la pasión de un beso entre dos feroces amantes. Pareciera que la lluvia quería contemplar por sí misma el duelo, pues la resonancia del encontronazo entre el metal se expandió, acompañada por los suaves golpeteos de las gotas que comenzaron a caer. Resbalaban así en los ropajes, en los rostros, en los aceros. Rechazó Ieyasu a Shiroi con un violento empujón, cayendo éste de pie frente a frente. De un salto se impulsó al frente, enarbolando su katana como si de una lanza se tratase. Una embestida de esa magnitud podría haber atravesado limpiamente a su objetivo, de no ser éste un luchador de la talla del mismo adversario. Pues, girando sobre sí mismo, hízose a un lado, esquivando apenas el filo, que llevó tras sí rasgaduras de las ropas, y un fino hilo de sangre de la piel herida.
Mas, ¡qué caro le costó el fallo! Pues era ésa la oportunidad que esperaba Kuragawa... Aprovechó el momento de giro, la fuerza generada por aquel movimiento, y utilizándose a sí mismo como eje, impactó de lleno en la espalda de su adversario, aunque la Suerte, ciega dama, hizo que fuese el revés de la espada el que imprimiese el golpe. El rumor de los huesos al quebrarse, el orgásmico momento en que las vibraciones sacudieron a Kotori, haciendo que su portador sintiese todo el choque; se iluminaron sus ojos, y el rostro antaño tranquilo se curvó en fiera y macabra alegría, como si el demonio de su brazo despertase para cobrar la primera sangre. Sin embargo, fue la tremenda colisión la que avivó de una vez por todas la llama del coraje en Shiroi… Tambaleante, mas sin haber caído, giróse una vez más, encarando al samurái de la máscara desgarrada. Y entonces, pronunció las únicas palabras que se le oyeron decir:
- Has marcado tu huella. Te concedo el privilegio de morir.
Tras estas palabras, corrió de nueva cuenta, riendo como poseído. En su estrepitosa carcajada se adivinaba el insano deseo de la aniquilación total, un sonido que podría calar hasta los huesos del más fiero combatiente. Y así, se cruzaron de nuevo las espadas, chocando con la furia de los mares, repeliéndose mutuamente en cada encuentro. Cortes destinados a matar, eran los que ambos beligerantes trazaban sin cesar, apenas contrarrestados por hábiles movimientos del rival. Cada colisión de los aceros iba acompañada del fugaz sonido de un trueno, ¿era la manera de los dioses de demostrar su interés en la contienda? A ambos se les veía felices, concentrados, en obscena alucinación. ¡Qué desperdicio más grande, el de dos hombres que podrían haber alcanzado la gloria por méritos propios, mas escogieron el sendero de la sangre como única opción! La naturaleza humana dicta así sus oscuros designios: encuentre cada quien la paz en el acero o el estudio, en el género o la incertidumbre, en la meditación o el desenfreno… Pobres, condenados nosotros a vivir de nuestras pasiones.
Se desarrollaba el combate con vertiginosa violencia, aunque ya se había prolongado más allá de una pelea normal. Claro, tratándose de maestros de la espada, la destreza de uno no superaba al otro, y seguían en medición de sus respectivas fuerzas. Gotas salinas recorrían ambos cuerpos, y se admiraban las señales de los golpes en los ropajes. Ninguno de ellos era ya inmaculado; se había terminado la leyenda de su inmortalidad. Cubiertos ambos en cortes y sangre, no era ninguno, sin embargo, el dispuesto a ceder; antes tomaban de nueva cuenta su posición de ataque, esperando el momento del ataque final.
Éste llegó por iniciativa de Shiroi. Obró otro milagro, en la algazara de su acometida. El brazo inerte cobró vida, asiendo la katana por la parte baja. Pareciese que el Diablo mismo estuviera de su lado, recobrándole la facultad de usar ambas prodigiosas manos para terminar de una vez la prolongada pugna. Firme y sagaz, trazó un círculo frente a sí mismo, dibujándolo en el aire. Después, flexionando su brazo derecho hacia atrás, y con el izquierdo apoyando la empuñadura, se lanzó de lleno contra Ieyasu, como mortal ariete. Coletazo de Dragón, era esa su embestida predilecta, que a más de uno envió a la tumba. Respondió la víctima de igual y digna manera, envainando su espada y girando sobre sí mismo, con los pies firmemente plantados sobre el suelo y la diestra empuñando el arma. Media luna, nombre singular y parco. Pero que despertaba remembranzas de cuerpos partidos por la mitad. Y así, se encontraron las poderosas arremetidas; golpes críticos que pusieron fin a dos mitos del Japón caótico de esas épocas.
Cayó primero Shiroi, con un profundo tajo que cruzaba horizontalmente su estómago. Era demasiado grave para tener remedio alguno… Asomaban al exterior sus órganos vitales, consumiendo el poco tiempo que quedaba en su vida con agónicos estertores. Pero había valido la pena. En el lugar donde anida el corazón, había dejado clavada su propia arma, en el pecho de Ieyasu. El filo de ésta atravesaba completamente al hombre, que cayó, primero de rodillas, y después besó el polvo fino de aquel escenario trágico. Ambos se hicieron compañía en la tumba, que sería la misma para ellos: el suelo árido, y el festín que esa noche, los dioses y los buitres se darían en los músculos trabajados. ¿Es que acaso no hay más destino para el guerrero, perecer por el frío acero, y no dejar más huella? Aún reposan, murmuran los transeúntes, las dos katanas gemelas, en el lugar de la pelea. Sin mella alguna, pues todavía no cumplen su última misión: forjar un mejor futuro para el hombre. Solo siguen marcando el emplazamiento exacto, donde dos extraordinarios adversarios derramaron inútilmente su vida…
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