martes, 20 de enero de 2009

The Tower.

Aún faltaban escalones por recorrer… La negrura que sus ojos rodeaba parecía no tener fin. Sólo el brillo de su espada podía guiarle, ya era poco el tiempo para que esa noche de luna clara llegara a su fin. Todo el trabajo de esas épocas, la espera paciente… Fervientes anhelos que se concretarían si lograba encontrar la última pieza del gigantesco rompecabezas. Lo que aquella tarde fatídica terminó… ¿Qué, el mundo estaba completamente ciego a la gloria? El nacimiento de su nuevo Creador. Le negaron la existencia; rechazaron la nueva era que se les prometía.

Las cavilaciones que su mente recorrían hacían eco con la luz que se colaba entre los rincones de aquella torre derruida. El paso del tiempo había hecho mella en la piedra. Los pasos resonaban, tétricos, en las paredes frías, colándose junto con el viento en agitada sinfonía…

No podía ver dos palmos más allá de su frente. Ni siquiera la luz sagrada poseía el poder para defenderle de la siniestra oscuridad, la cual, voraz y callada, devoraba el resplandor con vil gula. El instinto de vida, perdido tiempo atrás en el inicio de su cruzada, le llamaba a la cordura. Esa puerta no debía ser abierta: ¿quién era él, para decidir si Eldréion merecía tener a un dios en sus tierras?

Ignoró esos sentimientos, como tantas veces anteriores a ese orgásmico momento había hecho. Eran dos escalones de piedra los últimos guardianes del secreto primigenio… Al pasar junto a una ventana (agujero cruel que tormentas antiguas forjaron en la piedra muerta), un resplandor tenue, plateados hilos de Selene, rodearon su rostro, cubierto por la capucha de mythril, que reflejó sin piedad cada regalo argentino de la Luna muerta. Ojos negros y vacíos tenía. Tez cetrina, rasgos demacrados por la espera. Pero determinación en cada gesto, decisión a acometer la tarea tomada bajo su cargo años atrás.

Estaba, al fin, el último obstáculo frente a su mirada.

Una sonrisa anhelante en su rostro se dibujó, y se torció en formas maquiavélicas cuando las palabras finales salían, vivas de nuevo, para romper el último sello de la vida. Y tras la letanía satánica, palabras prohibidas que nunca debieron existir… Un golpe certero con aquella arma bendita, robada a las órdenes que intentaban tan sólo mantener el orden existente en el caos de la vida… Precisa estocada, que tendría consecuencias fatídicas para el delicado equilibrio entre la locura y la razón. Serían ahora minutos desconcertantes, desprovistos de esperanza, los que esas tierras sacudirían; estaba por regresar el Redentor de las Almas, quien alguna vez no pudo resistirse a sí mismo y sacrificó su corazón por el poder absoluto.

Las puertas se derribaron, el mal estaba ya hecho… El silencio hizo presa en la solemne escena, al traspasar Thorius el umbral de la estancia prohibida. Tan sólo dar un paso en aquel mausoleo oculto, en el castillo más antiguo de Krúmnos Lairen; la profanación suprema de la salvación. Su aliento se cortó por un instante eterno, y el asombro hizo presa en su espíritu condenado.

Era imposible que aquella estructura que con penosos esfuerzos podía tenerse en pie, albergara habitación de tal belleza. Encajes y brocados de la más fina hechura cubrían cada rincón, derritiendo con su blancura el tétrico ambiente que se respiraba del frío aire nocturno. Las ventanas, perfectamente bien trazadas en los sólidos muros que cercaban la estancia. Cada vidrio cortado con esmero, y un vitral de proporciones inmensas descansaba en el extremo izquierdo. El artista debía haber vaciado todo su dolor y pesadumbre en aquella representación: podía verse claramente a un ser celestial, armado de imponente lanza, que purificaba el pecho de algún pecador con el frío beso del metal. Los trozos carmesí que brillaban tenuemente bajo la pálida iluminación de veinte velas parecían llenos de vida, como si la sangre hubiera hecho nido en ellos.

Tras las cortinas que daban preámbulo a la entrada al recinto, la sorpresa más grande esperaba. Era un altar negro, con diez antorchas a sus pies, que imprimían sombras siniestras bailando en la oscuridad. ¿Qué ofrenda era esa, fuertemente custodiada por los fantasmas de aquellos que le habían buscado en los tiempos primigenios?

El Espejo de Eileen… Justo frente a él.

Súbitamente, las puertas se cerraron. El impulso de la vida misma se resistía a cambiar el destino de la Humanidad. Y ante él descendió un ángel, visión misma de la pureza… En la diestra empuñaba una lanza singular, prístina y reluciente, que por nombre mortal lleva “Ángelus”. El arma, que temblaba por cortar la carne del indigno espectador, era un metal no conocido por herrero alguno, materia misma de los cielos caídos. La forja de arma tan singular no podía pertenecer al arte: era algo más, perfección y belleza conjuntas en el instrumento de muerte. Su sola aura rezumaba furia. La batalla por el renacimiento daba comienzo, en aquel lugar oculto de la vista de los mortales.

El orbe en la base de la lanza crepitó, y tal sonido fue el preámbulo a la voz del ángel, calma y furibunda a una vez.

- Da la vuelta, miserable mortal. Este objeto sacrílego no debe ser conocido de nuevo. La catástrofe no deberá repetirse jamás: el mundo ha renacido, y ninguna cicatriz ha de ser abierta de nuevo. Perdonaré tu alma si renuncias al necio impulso, y te alejas de este lugar. Que, de otro modo, hoy será perdida tu esencia…

- Criatura ciega, que sólo a tu Dios obedeces… ¿Con qué palabras osas desafiarme? ¡Yo soy Thorius, el portador de Limnia Omins, que se alimenta de la luz! ¡Aparta tus alas de ese tesoro sagrado! No sea que el fuego eterno se cebe en ellas.

- …Has sido advertido, rey de humanos. La moneda ha sido lanzada. ¡No lamentaré ahora destrozarte!

El gesto calmo del ángel aquel se tornó en horrísono grito de batalla, al lanzar el veloz ataque contra el encapuchado. Éste, sin inmutarse siquiera, enarbolando la mítica espada, desvió con elegante golpe el metal que por un segundo iba a impactarse contra su pecho.

La misma sonrisa repugnante curvó la boca de Thorius. El chocar de las armas produjo energía perdida, que iluminó macabramente la escena; estaban ahí, en plena batalla, las fuerzas del renacimiento y la protección, un entrechocar de la esperanza y la vida. En feroces ataques, los filos hambrientos se entrecruzaron múltiples veces: el humano, disfrutando de poner en peligro su vida; el ángel, defendiendo con valor y tesón el último reducto de la cordura…

La Luna contemplaba, silente, el drama de aquella batalla épica. En un cuarto de la torre más alejada y decrépita, se decidiría de nuevo el camino que el destino habría que tomar. Las armas lloraban sus lamentos a las estrellas, carne y hoja besándose con grotesca lujuria. Un tajo certero dio de lleno en el hombro del ángel, llevando consigo materia y maná, la esencia misma de la divinidad.

Bajo un mar de plumas el combate se libraba. Triste escena repleta de hermosura. El ataque de la lanza devolvía con creces las heridas causadas a su amo, creando bocas en la armadura y piel del mortal. Cada ataque iba dirigido a matar. La destreza del humano fue lo único que le mantuvo con vida, bajo la lluvia de odio y sangre.

De un salto hacia atrás, el rey se alejó de su formidable oponente. Múltiples heridas en ambos seres daban fe de la destreza de ambos adversarios. El maná cubría las cortaduras hechas a fuego en el ángel, mientras que la sangre y sudor formaban ríos fatales en el cuerpo de Thorius.

- ¿Conque los ángeles no son los santos hijos de ese dios débil que todos creen? Enarbolas con crueldad tu instrumento, y sabes a dónde dirigir tus golpes… - Acompañó sus palabras con un gesto despectivo, escupiendo hacia un lado, y mostrando sus dientes en fiero desafío.

La reacción no se hizo esperar…

- ¡¿Osas burlarte del Divino?! ¿De quien ha permitido tu existencia? ¡Pagarás en sangre el tributo que le debes! – Tras proferir estas palabras, con todo el enojo de su existencia, el orbe de la lanza lloró de nuevo… Y un resplandor rojizo nació de él, agrupando el aura en una sinfonía de muerte.

- …Estoy hartándome de esto…

El cansancio estaba haciendo mella en ambos… Estaba próximo el último ataque. Thorius, en su mano derecha, concentraba todo el dolor que había pasado, dejando que la sangre le llevara a la palma el desprecio concentrado, el poder que había obtenido con su desesperación, todo el odio y la desesperanza… Todo en un último ataque supremo. El vacío absoluto, en manos de un pobre humano, soldado de las épocas antiguas.

Con un movimiento presto y seguro, la lanza apuntó de nuevo al hombre. Y toda la energía concentrada chocó con las negras ondas que de éste emanaban. La oscuridad cedió su vida al caos, cuando las olas de poder se arremolinaron en el centro de la habitación, sacudiendo los mismos cimientos de la existencia en su triste canción perdida.

Voraz explosión de luz enceguecedora…

Y después, la nada.

Algo había pasado…

¿Quién es esa tercera figura, aparecida en medio de la colisión? ¿Silueta de un pasado distante, viejos temores enterrados que renacían para abrazar de nuevo los corazones?

…Era él…

Quienes combatían segundos atrás habían salido despedidos por el impacto. La torre se colapsaba; tal era la potencia derramada por los feroces ataques. Cada ladrillo chillaba de dolor, indispuesto a mantenerse firme… Por un instante, cuando el tiempo dejó de ser, los tres personajes de esa noche macabra se quedaron suspendidos en el aire. El ángel, pues poseía alas. Y Thorius, quien le desafió en defensa de su locura, suspendido por otro ser de alas negras… De rostro joven, cabello castaño, y sonrisa triste.

Quien había sido sellado en el mítico Espejo de Eileen, por la protección de la realidad.

Aquel que podría haber aspirado al trono de Dios.



Demian.

El ángel no había podido cumplir su tarea, aún cuando de ello dependía la vida. Sabía el castigo… De modo que, con los últimos resabios de fuerza que le quedaban, empuñó de nuevo la lanza…

Un grito desgarrador rompió el aire. Y la callada hoja anidó en el pecho de la nívea criatura. Bebiendo de su maná vital, secándole por dentro…

La última estocada desesperada había sido dirigida al negro dios. Tratando de prevenir la catástrofe ahora inminente, cuando el poder oscuro intentara de nuevo hacerse con el control de la vida. Pero con un gesto, Demian había desviado la trayectoria de la hoja, y volteado contra su atacante celestial. La ironía suprema: el arma nacida de nubes y esperanzas, destruyendo al último sello de la locura.

En el aire se desvaneció la última luz que protegía el secreto. Y Angelus, inerte, sin la fuerza de la esperanza, cayó al vacío.

Flotando aún en la noche desfalleciente, miró a su fiel sirviente, quien había dado su poder y fuerza para despertarle. Y una carcajada brotó de su boca, al tiempo que los ojos muertos le miraban con renovada alegría.

- Thorius… Me has servido bien. Has cumplido mi mandato con singular denuedo. Realmente estoy complacido contigo…

- Amo mío… Sólo deseaba ver el nacimiento de la nueva… *Coff*… Era… *Augh*

- …

- Dígame… Mi señor… ¿Qué más he de hacer, cómo he…? ¡Argh! ¿Cómo he de ganarme la recompensa…? De… Deseo verles…

- …Estúpido mortal. Ellas no existen ya. Pero… Me has sido útil… Y lo serás por siempre… - Dichas estas palabras, tomó la espada que colgaba del brazo inerte, Limnia Omins, el aguijón de transparente cristal. – ¡El último sacrificio que pediré a tu alma, será su eterno servicio!

Con un solo impulso, encajó aquella hoja sagrada en la frente del rey caído. El espíritu fluyó por el arma, llenándola de vida y dándole una nueva forma… El filo se tergiversó en caóticas formas, tomando matices nuevos de locura forjados con el alma de Thorius.

- Mi más preciada arma… Daemon.

Había comenzado, una vez más, la Era de las Verdades Siniestras.

No hay comentarios: